Biografía

Texto de Jose Zalaquett

A mediados de los años 80, Bororo irrumpió en la escena artística chilena como una aparición. Eran los tiempos del regreso de la pintura a su sitial de honor, luego que su defunción fuera solemnemente certificada, años antes, por los árbitros internacionales de la estética. La proclamación de la muerte de la pintura y su no muy tardía resurrección, fueron en parte expresión de un viejo fenómeno, de innegables connotaciones edipicas: las manifestaciones emergentes de la plástica de los años sesenta y setenta (arte conceptual, instalaciones, performances) pugnaban por afirmar su existencia a costa de negar validez a las formas artísticas que las antecedían. Una vez que estas nuevas manifestaciones encontraron su hueco bajo el sol, se hizo evidente que en las amplias estepas de lo visual pueden convivir los más variados lenguajes y que Mama Pintura todavía gozaba de envidiable salud. Bororo representa, más que ningún otro artista chileno contemporáneo, la reafirmación y la renovación del lenguaje pictórico, que tuvo lugar a partir de mediados de los años ochenta. En esos tiempos, la pintura venia regresando a la arena internacional envuelta en ropaje neo-expresionista. En el itinerario de la pintura moderna, el expresionismo (una disposición creativa tan antigua como el arte mismo) había recorrido un fértil camino desde sus manifestaciones en la Francia de fines del siglo pasado, su vibrante despliegue, en la Alemania de comienzos de siglo, y sus variados desarrollos paralelos y posteriores, en distintos países, culminando con el action painting y otras formas de expresionismo abstracto, en la Nueva York de los años cincuenta. Luego, durante más de veinte años, la vertiente expresionista prácticamente desapareció de escena. Cuando volvió a emerger, venia marcada por la influencia de otros descubrimientos que habían tenido lugar en el mundo de la plástica. De ahí el término “neo-expresionismo”. La renovación que representa el arte de Bororo es parte de ese proceso, pero su quehacer plástico no está dominado por intenciones teóricas o una voluntad reivindicacionista. Bororo no se propuso como programa rescatar la pintura: simplemente no podía evitar ser pintor; y lo habría sido a contrapelo de las tendencias imperantes, en el supuesto que el exilio teórico de la pintura se hubiera perpetuado. No se puede evitar ser pintor cuando se tiene las notables dotes plásticas naturales que posee Bororo y, sobretodo, su afán de búsqueda constante – a la vez esperanzado e impotente – de la suprema quimera visual: aprehender toda la realidad, tangible e intangible, a través de medios pictóricos. Es el anhelo que en medio del vuelo desesperado y gozoso del acto de creación, ordena siempre apuntar más alto: intentar la conquista definitiva del espacio, desentrañar los secretos de la luz y su conexión con las formas, domar cada uno de los elementos de la creación visual y la inescrutable magia de sus interrelaciones. El itinerario pictórico de Bororo ha estado marcado por su perenne intento de alcanzar el sol con la mano, alternando con periódicas recapitulaciones creativas (nunca meras repeticiones) que son como balance sobre lo que ha progresado, pero que en sí mismos significan un nuevo avance. Su primera obra maestra “El califont”, de 1985, con la cual ganó el Premio de la Bienal de Valparaíso, fue precisamente una de esas “recapitulaciones creativas”. Como con anterioridad Bororo era poco conocido, parecía que ese cuadro, de tan inédita vitalidad y calidad plástica, se hubiera generado espontáneamente, pero en realidad se nutrió de sus intensas exploraciones de años anteriores. Todavía recuerdo claramente cuando en 1985, mientras residía en el extranjero, vi reproducido, en una edición internacional de “El Mercurio”, ese esplendido “El Califont” ahora en la colección del Museo de Bellas Artes de Valparaíso. Aun con las limitaciones de una fotografía de periódico, se veía de inmediato que esta obra habría de hacer historia en el devenir de la plástica nacional. En “El Califont” se advierten muchas de las características que se diría constituyen el proyecto pictórico de Bororo: la línea segura, jubilosa, singularmente expresiva; la multiplicidad de planos y perspectivas, que revelan la sed insaciable de verlo todo y de todas partes; la unificación de distintos lenguajes (dentro de un marco genérico expresionista) incluyendo los aportes de los comics, el action painting y el graffiti. En el trabajo posterior de Bororo, hasta culminar en la presente exposición, se sigue dando la tónica de un constante afán de conquista de los medios pictóricos, arriesgándolo todo en el intento, y de periódicas recapitulaciones y ocasionales pausas (generalmente cuando pinta con un tema pre-definido). Seria ofender a un artista de la honestidad de Bororo pretender que ha logrado plenamente su anhelo de capturar el espacio visual. Pero no conozco ningún otro pintor chileno contemporáneo que muestre tan persistente inconformismo, tal coraje para intentarlo una y otra vez, y que haya llegado tan lejos en el empeño. La exposición que ahora presenta en la Galería Artespacio nos muestra una nueva fase del trayecto artístico de Bororo. Antes buscaba apoderarse del espacio, colonizándolo, repletándolo de trazos, pigmentos, referencias visuales, hasta el punto de la saturación. Hoy es más alusivo y sintético, permitiendo un mayor flujo de luz. En lugar de abrazar apretadamente el espacio pictórico, lo deja respirar más. Siempre mantiene su trazo “tosco y popular”, como decía Nemesio Antunez, pero una línea que es invariablemente precisa y segura, dentro de su evidente espontaneidad. Cuadros como estos son, aparte de su valor plástico individual, huellas de la larga jornada de un artista genuino como pocos, honesto hasta en sus limitaciones, seguidor fiel de una casi olvidada tradición de escrúpulo creativo, que aborrece copiarse a sí mismo, que no se da respiro en su auto exigencia, espoleándose en la constante marcha hacia adelante, hacia la luz.